La casa. ¿Y cómo había de ser la casa en semejante ambiente?
En algunos países, la vivienda humilde es la tierra misma, es la ruca con paredes de barro y techo de totora o de bálago, es como un ampolla que surge en la corteza del suelo, y que se levanta para dejar bajo ella un hueco apenas suficiente para albergar a bien humildes moradores; con tierra se formaron sus paredes, el suelo es la tierra misma, el techo barro y matas que crecen abundantes en el terreno mismo, nada ha sido transformado.
Pero en el País Vasco, ¿qué es lo que ocurre? Aquí la vivienda es una metamorfosis del suelo. Brota como una flor, y desde luego lleva en su esencia los elementos que le prestó aquél: piedra, cal y yeo para los muros, madera para su armazón y para sus puertas, arcilla para las tejas, ladrillo y vasijas. Pero la piedra ha sido hábilmente labrada por el hombre o sometida a procesos eficaces para convertirla en cal y en yeso. La madera cortada en sazón, trabajada con ingenio y arte, la arcilla moldeada y cocida para obtener con ella ladrillos y tejas.
Aunque todo esto procede del seulo, ya no es el suelo mismo, sino que ha sufrido una transformación con el fin de que su resultante sea una vivienda útil, digna, duradera.
Así brota el caserío vasco, flor preciosa, viva como uno de esos pequeños mundos maravillos que a pesar de su diminuto tamaño, contienen todos los elementos esenciales de un mundo grande.
El caserío vasco es complemento del paisaje que lo rodea y si tiene que ser apto para el fin a que se le destina, adecuado al modo de vivir de sus moradores, construído con los medios que le proporciona el terreno mismo, su aspecto exteriorizará la fortaleza y sinceridad de quienes lo ocupan, como así es en efecto. El caserío vasco, incomunicado con los demás, ya que entre sí se enlazan por amables senderos.
El caserío con sus heredades y bosques, tiene medios propios de vida. Es sólido como para perdurar por los siglos de los siglos. Es sincero, no aparenta lo que no posee, no imita ni piedra ni roble con burdas fajas de mortero; donde se ve piedra, es piedra; donde se ve roble, es roble. Mucho tenemos que agradecerle; él nos enseña a venerar a nuestros antepasados, que nos lo legaron, es el templo de la familia donde se mantiene el fuego del hogar que hemos de transmitir vivo a quienes nos sucedan, juntamente con la fe heredada de nuestros mayores, es el recinto sagrado donde lo que ya se fué se abraza con lo que constituye nuestra esperanza. El caserío es la semilla de nuestra nación.
Conozcámosle, pasando en él cuanto tiempo podemaos y no sólo durante el verano, pues en cada una de las épocas del año tiene su encanto especial. Llevemos a él a nuestros hijos; los días de la infancia pasados en el caserío, serán más tarde para ellos, como lo son hoy para nosotros, uno de los recuerdos más gratos de toda la vida, imprimirá en sus corazones una huella imborrable, contribuirá poderosamente a moldear su carácter, pues siendo cierto aquello de “dime cómo es tu vivienda y te diré cómo eres tú”, los moradores del caserío serán como éste; independientes, hospitalarios, recios y sinceros.