Enterramientos. Dice Pierre Dop que “una de las costumbres antiguas más respetadas entre los vascos, aun en nuestros días, es la que quiere que la antigua sepultura en la iglesia y la casa, se hallen unidas estrechamente. Quien posee la casa, posee la tumba y en caso de que aquélla cambie de propietario, la tumba sigue la suerte de la casa. Por esta unión los muertos llegaron a ser los guardianes del hogar y de la tradición.”
Según las disposiciones contenidas en el fuero, la propiedad de la sepultura en la iglesia iba undia a la casa, a cuyo heredero pertenecía de derecho aquélla y la tal sepultura se consideraba como bien raíz troncal.
Entre los vascos, el hecho de que un extranjero se introdujese en la sepultura familiar constituía una profanación.
En el primer domingo siguiente al regreso de su viaje de boda, la joven nueva dueña de la casa, durante la misa mayor hace su visita a la tumba familiar como primer acto público de su nuevo estado, mostrando con su presencia en tan venerado lugar, que se hace cargo no solamente de las faenas caseras inherentes al puesto que ocupa en la familia en que acaba de ser recibida, sino también de aquellos otros mandatos que como depositaria de la tradición familiar, ha de cumplir fiel y respetuosamente con los que allí están enterrados.
Las losas sepulcrales que cubren los enterramientos en las iglesias, tienen hermosos grabados en los que se reproducen diversos objetos que hacen alusión a la personalidad del difunto. Sobre estas losas, durante la celebración de la misa, las mujeres depositan la cerilla enroscada en los argizaiolak, que son unas tablillas de unos treinta a cincuenta centímetros de largo, con tallas geométricas a bisel por sus dos caras, excepto en la parte central donde se arrolla la cerilla (figura 73). Otras son simplemente un bloquecito cuadrado de unos veinte centímetros de lado, con cuatro patitas.
En los cementerios adyacentes a las iglesias, especialmente en Laburdi y Baja Nabarra, como elemento conmemorativo se usaban las estelas discoidales cuya antigüedad probablemente se remonta al siglo XI. Se hallan constituídas por un disco sobre un cuerpo en forma de trapecio, todo ello labrado en un solo bloque. Las dimensiones del disco varían desde veinte hasta setenta centímetros de diámetro. Llevan grabados análogos a los de las losas, unas veces el monograma J. H. S., otras reproducen objetos relacionados con la existencia del difunto, como armas, cálices, ruecas, arados, la svástica, la estrella de seis puntas formada por dos triángulos enlazados, etc. (figuras 74-75).
Más antiguos todavía son los sepulcros recogidos en San Martín de Arguineta, en Elorrio, de fines del siglo IX, constituído cada uno de ellos por dos bloques de piedra superpuestos, dejando entre ellos el hueco necesario para el difunto al modo de los ataúdes o urnas en que se encerraban las momias egipicas. Estos sepulcros, en número de unos treinta, parecen ser de personajes godos refugiados en el país vasco huyendo de la invasión agarena. Sus inscripciones, alguna del año 898 después de Cristo, están en latín (figura 76).