Decoración. La belleza del caserío vasco está en sí mismo, es como la de las mujeres que lo habitan, que no necesita aditamentos postizos ni mixtificaciones para reflejar su hermosura natural. Sus líneas son tan apacibles y el acorde de sus diversos elementos tan perfecto, que no precisa nada más para agradar a la vista. No obstante, en ellos se han generalizado algunos elementos que sin ser del todo utilitarios, tampoco son ociosos, los cuales contribuyen eficazmente al aumento del encanto peculiar de estas construcciones. Así los escudos tan abundantes en la parte meridional del país, se ven aún en bien humildes caseríos. No todos estos escudos presentan la misma maestría en su ejecución, pues los hay rústicamente tallados, aunque abundan también los que denotan verdadero dominio de su autor en esta especialidad. Estos escudos no equivalen a una credencial de antigüedad de las casas que los ostentan, tampoco otorgan determinada alcurnia o rango social a sus dueños, son muchos de ellos únicamente una expresión gráfica del apellido correspondiente a sus moradores, o sea de los llamados escudos parlantes.
Inscripciones. El vasco es aficionado a grabar inscripciones y sentencias en los paramentos más visibles de sus construcciones. En una de las fachadas, la que mira al Poniente, de la iglesia de San Vicente en Donostia, pueden verse algunas. También en el cementerio de dicha ciudad, sobre la puerta de entrada hay una que debe ser del poeta Bilintx y que dice “Pronto se dirá de vosotros lo que hoy se dice de nosotros: ¡Murieron!” En la esfera del reloj de la iglesia de Urruña se lee: “Todas hieren; la última, mata.” Este tema de la muerte y de lo efímero de esta vida es preocupación constante de los lapidariso vascos.
Es sobre el dintel del portal o entrada, donde el dueño de la casa tiene predilección por hacer grabar en relieve la inscripción con la fecha de erección de la casa, los nombres del dueño y de su esposa, éstos a veces seguidos de los nombres del matrimonio joven que después de aquéllos tomó posesión de la casa. Algunas de estas inscripciones son todo un poema, como la bien conocida de la casa Gorritia de Ainhoa, cuya traducción es la siguiente: “Esta casa llamada Gorritia, ha sido rescatada por María Gorriti, madre del difunto Jean Dolhagaray, con las sumas por él enviadas de las Indias, la cual casa no se puede vender ni empeñar; hecha en el año 1662.”
Hay inscripciones mucho más antiguas, hasta del siglo XII. Las hay con monogramas religiosos, el signo de la cruz y también la svástica o lauburu. Estos mismos monogramas aparecen en las claves de los arcos.
El grabado que ostenta la casa Baratxartea de Urkurai, tiene una sentencia cuyo significado es: “Nada molesta tanto a las personas ocupadas como la visita de quinenes no lo están.”
Muchas de las lápidas grabadas tienen un festón en todo el borde. Se graban sobre una piedra entera, un monolito de calcárea y a veces la parte del dibujo que sobresale en relieve, va destacada con pintura negra.
Pinturas. Aun cuando las construcciones levantadas en los puertos del País Vasco, se ven pintadas hsta con exceso, debido sin duda a la influencia de la costumbre que los marinos tiene de pintar y repintar sus embarcaciones, no es ciertamente el uso de pinturas y menos su abuso, lo característico en las construcciones populares. El campesino vasco es parco en colores y adornos; desde luego su ropa de labor es sencilla, pero aun en días de fiesta usa un traje azul obscuro o negro, la camisa blanca, no usa corbata, pues no se le ocurre pensar que tal aditamento tenga relación alguna con lo que debe ser su traje para que éste resulte digno y adecuado siempre, en cualquier circunstancias, sea una boda, un bautizo o un entierro. Este campesino tiene un sentido nato de buen gusto y elegancia. Siente predilección por determinados colores (negro, blanco, azul, verde, bermellón), aversión por otros (morado, amarillo, pardo, sepia). Podría creerse que a semejanza de ciertos pueblos primitivos que no aprecian todas las notas de la escala musical, el vasco careciese dela necesaria sensibilidad para captar toda la gama de colores de apreciación corriente. No es así,pues como cuantos proceden de países de luz suave, se halla acostumbrado a distinguir los matices e irisaciones más tenues aun allí donde los que proceden de países cegadoramente luminosos, no pueden apreciar color alguno aparte del blanco, negro y gris. A este respecto, llama la atención el número de pintores notables que ha producido el País Vasco; muchos de ellos vieron la primera luz en un caserío.
El aldeano vasco no siente, pues, necesidad de recurrir a colores abigarados para que su casa le resulte grata y hasta alegre. Le bastan sus fachadas sencillas con sus combinaciones de piedras, ladrillos y maderas en su color natural, aunque a veces pinta estas últimas con ocre y aceite o con una preparación a base de sangre de buey.
Se usa en abundancia la pintura a la cal sobre los revoques, pero teniendo el buen gusto de dejar al descubierto las hiladas de ladrillo, los esquineros de piedra, los dinteles y mochetas y cuanto sillar o sillarejo sea digno de respeto.
Por si fuese poca tanta belleza, contemplamos al caserío rodeado de otros elementos que lo realzan: su parra encaramándose de un extremo a otro de la fachada, las pilas de hierba junto a uno de sus laterales (éstas, además de decorado, son exponente de su poderío, pues a mayor abundancia de pilas, mayor número de animales en el establo). Tampoco falta el nogal en la antepuerta, ni el mosaico de las heredades bien cultivadas alrededor de la casa, detrás los bosques lejanos y después... después el cielo con sus irisaciones de nácar.